Al final de Peter y Wendy, la niña le promete a Peter Pan que no crecerá, que será una niña para siempre.
Unos años más tarde conocemos a otra niña. Ruth Kenthon tiene 13 años, lee a todas horas y vive en Londres. Una noche la despierta la inesperada visita de un niño en busca de su sombra perdida. Ruth, su hermana Kate y Peter emprenden el viaje a Nunca Jamás, el lugar ideal para afrontar el miedo a crecer, al olvido, al amor y a la muerte. ¿Puede la promesa de una niña dictar el destino del País de Nunca Jamás? ¿Es verdad lo que cuenta Peter sobre la isla? ¿Quedan piratas por combatir e indios a quienes salvar? En la traición de Wendy se encuentra la clave de todas estas preguntas, pero como Wendy haya crecido no habrá vuelta atrás.
Una novela oscura que ofrece múltiples preguntas y respuestas, sorpresas, lágrimas y corazones encogidos.

lunes, 18 de octubre de 2010

El dulce despertar de Wendy

La dulce Wendy abrió los ojos y se los restregó tras el largo sueño. Entonces recordó. Recordó a Peter Pan, a su hija Jane, recordó Nunca Jamás y que se encontraba enterrada. Ni siquiera intentó patalear o romper la lápida. Se despegó la tela del pecho y pensó en cosas alegres. Así era Wendy. Muerta como llevaba años, enterrada en el límite del Gran Desierto de Nunca Jamás, ausente, en lugar de aterrarse y gritar y arañarse la cara como hacían los demás, pensó en amapolas y besos y rayos de sol. En el olor a pan. En los cachorros de Nana. A veces suceden acontecimientos tan extraordinarios que van más allá de la lógica. Nunca Jamás era gris, puedes verlo cubierto de ceniza, sin árboles, sin animales, sin hadas… Es un sitio frío y horrible. Pero en algún lugar, en el capullo de una margarita que aún no ha florecido un hada chiquita, muy pequeñita, nace. Es verde y apenas brilla. No tiene nombre aún. Las hadas no deben tener nombre, porque cuando reciben un nombre pierden un poco de su magia. Pero esta hada es distinta: como ha nacido en una situación tan especial, le pondremos nombre. Sándalo. Se llamará así. A su paso va dejando un leve rumor, un olor delicado y extraordinario a sándalo. El olor atrae a las demás hadas. A las viejas, que llevan ocultas años entre la hojarasca junto a los ratones, y a las jóvenes, que viven en gotas de agua y forman el rocío cuando la magia se lo permite.
            Por primera vez en años comienza el Desfile de las Hadas. Atraviesan el bosque con ruido y jolgorio, como si estuvieran —que lo están— un poco borrachas. Lo van manchando todo de color y algunos animales abren los ojos y sonríen. “Hola, señor zorro, bonito pelaje naranja”. “Señor hurón, sonría un poco más y quítese las gafas, que han vuelto las hadas”. Abandonan el bosque y cruzan tooooooooodo el desierto con los surcos que van dejando, como un puñado de puntos suspensivos.
            No tardan en encontrar a Wendy, pues es la única persona en Nunca Jamás capaz de pensar en cosas alegres. Pastas de mantequilla, una gramola, libros llenos de dibujos, caracolas que hablan del mar, cosquillas, fresas maduras, zumo de uva, más cosquillas…
            —¿Y Campanilla? —preguntó Wendy a Sándalo, pero éste no la conocía. Y es que aunque Wendy y el hada luminosa habían tenido sus rifirrafes, en el fondo eran buenas amigas porque ambas querían al Niño Eterno.
            Wendy le dio una patada pequeña a la losa y ésta cedió, pues las hadas tiraban de ella con tanta fuerza que hasta lanzaban chispas. Parecían fuegos de artificio. Entonces les preguntó por los niños y Hada Madre se acercó y murmuró algo a su oído. Los ojos de Wendy se abrieron muchísimo, como si le hubieran contando una sorpresa estupenda.
            —¡Pues llevadme con ellos a más tardar!
            Las hadas, además de ruidosas, son muy desorganizadas. Cada una empezó a tirar del vestido de Wendy en una dirección contraria. A ella le entró la risa hasta que se fijó en Sándalo, tan chiquita y tímida como era, que se había colocado en la punta de su nariz y la hacía bizquear.
            —Tú me llevarás con ellos.
            —¿Yo? —dijo Sándalo muy halagada, y se puso un poco roja.
            —Vamos, llévame.
            La guiaron hasta un arroyo donde pudo darse un baño y jugar con los salmones y las truchas que hacían años que no veían unos pies a los que hacer cosquillas. Wendy se recogió el pelo —lo tenía larguísimo— en una trenza que liaron dos hadas, pero se dejó un bucle en la frente, como esos mechones que se les escapan a las niñas cuando llevan un rato jugando.
            —Vaya, recuerdo este río. Es el… ¡el Riachuelo de Kidd! ¿Qué otro podría ser, claro está? Veníamos a chapotear aquí con los Niños Perdidos y con Peter…
            A pronunciar este nombre las hadas se callaron y quedaron suspendidas en el aire: la que estaba a dos palmos del agua seguía a dos palmos del agua, la que patinaba sobre un junco ahí estaba, como si le hubieran pegado los pies, y la que se había enamorado de una mosca ahí estaba, abrazada a su moscardón negro.
            Wendy, al ver que las había asustado, silbó una cancioncilla que sabía de niña. Las hadas se pusieron a silbar con ella: las había que desafinaban tantísimo que se tenían que tapar los oídos ellas mismas, y también a las que nadie les había enseñado a silbar y sólo hacían pedorretas. Sándalo, por ejemplo, infló los carrillos, apretó los labios, cerró los ojos y sopló:
            —¡Prrrffuffiuffff…Zrrrrom!
            —¡Pero qué pedorreta más bonita! —exclamó Wendy, y todas las hadas empezaron a reír. —¡Oye! ¿Se puede saber qué haces?
            Un hada trataba de confundir a su sombra, que ya se alejaba por otro camino. El hada se encogió de hombros, le lanzó un par de besos y colocó a la sombra donde le correspondía, bien pegada a los pies de Wendy. Pasaron junto a un membrillo con unos frutos enormes, aunque no se atrevió a probarlos, ya que Wendy era buena conocedora de la acidez de una mala fruta.
            —¿Se oyen voces?
            —¡Niños! —dijo un hada, y todas lo repitieron. —¡Niños! ¡Niños! ¡Niños! ¡Niños! ¡Niños! ¡Niños! ¡Niños! ¡Niños!
            —¡Guiños! —dijo Mamá Hada, que estaba algo sorda.
            Efectivamente, eran niños del poblado. Niños Perdidos, no podían ser otra cosa. Vestían con pieles y llevaban la cara y los brazos manchados de barro y carbón. A Wendy se le aceleró el corazón bajo el pecho. Niños después de tanto tiempo. Wendy corrió hacia donde estaban ellos, pero al verla las cosas se torcieron. Empezaron a gritar y a correr hacia todas partes con gesto aterrado.
            —¡No corráis! ¡Soy Wendy, soy yo! ¡He vuelto! ¿Nadie se acuerda ya de mí en Nunca Jamás? —dijo Wendy, y sus ojos se inundaron de lágrimas.
            —Eres una mujer. Y estás muerta —dijo un niño rubio con ojos de auténtico pavor.
            Wendy se miró bien las manos y las encontró huesudas y muy blancas, y se miró las piernas y no podía ver más que el hueso y heridas sobre la piel. Y no sólo eso. Se tocó el pelo y lo notó, ya seco, muerto y desvaído. Empezaron a caer mechones. Y le faltaban dientes, y en la nariz no tenía carne, sólo hueso. No le extrañaba que se hubieran asustado tanto.
            —Pues la magia de Nunca Jamás me ha traído para algo —explicó, y les tendió la mano huesuda. —Además, tengo un hambre… ¿Dónde quedó la hospitalidad de los Niños Perdidos? Traedme ciruelas y uvas, y unos huevos y un trozo de pavo bien asado.
            Los niños comenzaron a correr en todas direcciones, y en menos de un periquete le tenían preparado un bodegón propio de un pintor flamenco. Wendy se metió una manzana en la boca, y al morder se le descolgó la mandíbula, pues el hueso estaba disuelto. Se le quedó una cara horrenda, de monstruo, pero se colocó la mandíbula con las manos y gritó:
            —Con este manjar me habéis dado una sorpresa que se me ha abierto la boca demasiado.
            Entonces todos rieron, y comprendieron que Wendy era buena. Esa noche, antes de dormir, ella les contó una historia, la historia de unos ratones. El Señor Ratón estaba preocupadísimo porque a la Señora Ratón no le gustaban nada las raíces, sólo los frutos, así que se tenían que mudar, pero él tenía vértigo y un pánico terrible a las alturas. La Señora Ratón se cansó de los tallos y raíces y le dijo que ahí se quedaba, con los señores Topo. Pasaron los días y él sólo podía pensar en ella.
            —Y entonces decidme qué creéis que pasó —preguntó Wendy, aunque casi todos los niños ya estaban dormidos.
            —Que el Señor Ratón se casó con la señora Topo —dijo uno.
            —El Señor Ratón rascó mucho, tanto que se comió todas las raíces del árbol donde vivía ahora la Señora Ratón, y el árbol cayó y pudieron estar juntos en un árbol sobre el suelo para siempre.
            A Wendy eso le encogió el corazón, no porque fuera demasiado sensible. Sencillamente ese mismo final era el que siempre contaba Jane antes de dormir. Wendy empezó a llorar y a llamar a Jane a gritos, y los niños se despertaron y empezaron también a llorar y a llamar a Jane a gritos.
            —¡Silencio! —dijo una voz.
            Todos miraron al claro de donde procedía ese grito. Peter Pan estaba ahí, con su espada en el cinto, su traje de hojas y los brazos en cruz.
            —¡Peter…!
            —Vaya, Wendy, así que nos volvemos a ver.
            —Peter Pan, ¿dónde está Jane? Ayúdame a encontrarla.
            —Yo no sé quién es esa Jane, y aunque lo supiera nunca ayudaría a nadie a encontrar a una niña estúpida.
            —Por favor, Peter. Sé que la trajiste aquí. Me lo han dicho las hadas.
            —Esas chivatas… No te fíes de ellas. Y repito lo que te dije: no conozco a Jane. Nunca Jamás sólo ha sido pisado por una  niña, y ésa eres tú, Wendy Darling.
            —¡Miente, miente como un bellaco! —dijo uno de los Niños Perdidos. —A traído a muchísimas niñas.
            —¿Alguna se llamaba Jane? —preguntó Wendy entre sollozos.
            —¿Alguna se llamaba Jane? —repitieron los Niños Perdidos entre sí.
            —Una se llamaba Jane. La primera se llamaba Jane —respondió un niño.
            —¿Mi Jane? ¿Era mi Jane, Peter Pan? —preguntó, desesperada.
            —¡No conozco a ninguna Jane! Aquí sólo has venido tú, Wendy… —al pronunciar el nombre bajó el tono de su voz —… la Única Niña que Pisó Nunca Jamás —explicó, y en este punto se acercó a ella y le tocó la cara hundida con un dedo.
            Todos los observaban absortos. Los niños, las hadas, los animales, los árboles. Algunas flores abrieron más los pétalos para no perder detalle.
            —Pero creciste, Wendy… —Ahora el que lloraba era él. —Te dije que volvería a por ti, ¿sabes? ¿Y sabes qué? Volví, Wendy, volví a la maldita Londres.
            —Chist… lo sé —susurró ella.
            —Pero tú ya… —Peter se puso de puntillas para hablarle a los ojos —tú eras una mujer. Ya no sabías, no querías volar.
            —Todos queremos volar, Peter. Todos.
            —¡Me dejaste solo! —estalló él, y toda la isla lloró.
            —Siento mucho no haber vuelto, Peter Pan. Me llegó la hora de crecer, eso es todo.
            —Pudimos ser grandes.
            —Los más grandes —acordó ella. —Lo fuimos, Peter Pan.
            Ella sonrió con dulzura, pero ya era tarde. Estaba descompuesta, estaba muerta, y aunque en Nunca Jamás no se crece, los muertos no crecen. Ya están muertos.
            —Me tengo que ir, ya para siempre.
            Todo el séquito acompañó a Wendy hasta el desierto, y cuando se disponía a entrar en esa caja horrible de madera podrida Peter la tomó de la mano y le dijo: Ven conmigo.
            Todos les siguieron. Fue maravilloso: Wendy voló por última vez hasta el Cementerio de Elefantes, cerca de las minas de Nunca Jamás. Peter posó a Wendy en el suelo con delicadeza y le dijo que esperara. Ella se sentó en una piedra a esperar, y entonces volvió a sentir el crujir del estómago. Pero ella no tenía hambre… Se levantó el vestido, se estiró y su vientre se rompió. Literalmente, la carne se abrió por el ombligo y empezaron a salir ratones de dentro.
            —Así que era esto —dijo Wendy con tristeza, y observó a los ratones perderse por sus piernas. —Un nido de ratones…
            Al poco empezaron a llegar las hadas y los niños, muy sudorosos tras cruzar el desierto.
            —¿Y te ha dejado aquí? —preguntó un tal Presuntuoso.
            —Esperaré —dijo ella, y todos se sentaron en corro. Sándalo no dejaba de hacer pedorretas, y los niños de bostezar, pues recordad que era plena noche. Así, Wendy les contó todos los cuentos que conocía, aquellos que les contaba a sus hermanos Michael y John. Estaba contando una historia aterradora sobre un cocodrilo que llevaba dentro un reloj cuando llegó Peter. No estaba solo.
            —Me ha costado encontrarla y despertarla —dijo él.
            Wendy no lloró porque sus ojos estaban secos, pero a punto estuvo de desmayarse cuando vio a la pequeña Jane en su camisón.
            —Está un poco muerta, pero algo es algo —explicó el niño.
            Así estaba la pobre Jane. Esquelética, con gusanos por todas partes, las costillas clavadas en el camisón, los huesos podridos… pero nada de eso le importó a Wendy, como a las madres no les da asco de nuestros mocos, ni de la caca de los bebés (es parte de su magia: son las únicas capaces de soportar ese olor), ni les da miedo de nuestras heridas ni de beber de nuestro vaso. Wendy cogió a Jane en brazos y la apretó tanto que se le descolgó un brazo.
            —¡Mamá! ¡El brazo!
            —Jane, mi Jane… hija mía, ¿cómo estás?
            —Muerta.
            —Yo también, Jane, pero eso está bien. Estamos juntas.
            Los niños aplaudieron a los dos cadáveres andantes como si fuera lo más normal del mundo.
            —Creía que no te iba a volver a ver nunca —dijo Jane. —Jane, cuando desapareciste yo… bueno, siempre creí que había sido Peter Pan, pero me quedó la duda. No sabes lo terrible que es para una madre no saber qué fue de su hija.
            —No me acuerdo —replicó Jane. —No me acuerdo de nada, nada. De papá ni de su cara, de los abuelos, del perro, ¿teníamos perro? De ti sí me acuerdo.
            —Porque me trajo Peter aquí, pero es mejor que no recuerdes nada.
            Jane se desvaneció por un momento entre los brazos de su madre y Peter se abrió paso entre la multitud.
            —¡Ya está bien! Se acabó el circo, es hora de despedirse.
            Jane volvió en sí, pero estaba muy pálida; Wendy también se empezaba a sentir mal. Un último ratón saltó de su ombligo.
            Peter apartó unos helechos y destapó un agujero inmenso en la tierra.
            —¡Niños, todos a dormir! ¡Hadas, no seáis tan pesadas! De vuelta a vuestro sitio.
            Todos los niños abrazaron a Wendy y le dieron las buenas noches, y las hadas le besaron las mejillas y le dejaron la cara brillante, como cubierta de purpurina. Cuando se quedaron los tres solos, Wendy habló con Peter:
            —¿Por qué haces esto, Peter?
            —Porque he sido malo. Algunos días me despiertan las pesadillas, Wendy. Y me acuerdo de cosas que ni siquiera he hecho, y es como si viera a alguien que se me parece mucho hacerlas. Y yo no quiero ser malo, Wendy.
            —Tú no sabes ser malo —bromeó ella.
            Jane observaba asombrada lo bien que se llevaban Peter Pan y su madre, tal y como siempre le había contado… aunque no se acordaba muy bien.
            —Buenas noches, Jane —dijo Peter, y le tendió la mano.
            Jane lo besó en la mejilla y sonrió en silencio.
            —Buenas noches, Wendy —dijo el niño, y volvió a tender la mano, pero ella tiró con fuerza.
            —Buenas noches, Peter Pan —dijo, y le plantó un besito en los labios. Para el que no conozca el tema, Wendy Darling había nacido con un beso en la mejilla. Ese beso habría de ser para Peter, claro está.
            —Un dedal —articuló él en silencio, y el recuerdo, la memoria por estímulos, Proust y Freud y demás historias, hicieron que se sintiera un poco mareado. —Podéis dormir aquí juntas.
            Les señaló el agujero en la tierra que todo, un detalle, había llenado forrado con césped verde y tierno. Madre e hija entraron, se abrazaron y se quedaron dormidas como dos amantes, una contra la otra. Peter arrastró entonces una losa blanca, de mármol, y la colocó justo encima. Oyó a los lobos y los coyotes lejos, pero le importó bien poco. Tomó una piedra afilada y se sentó sobre la tabla, pero oyó un zumbido y tuvo que levantarla por una esquina. Entonces salió volando un hada verde, que había aprovechado para dormirse un poquito sobre el césped, y se alejó abochornada. Peter aprovechó esos centímetros para mirar los rostros serenos de Jane Haggard y Wendy Darling, la Niña que lo Cambió Todo, y cerró para siempre.
            Esa noche, Peter Pan no durmió. La pasó entera tallando sobre el mármol: WENDY DARLING con su letra infantil. Cuando amaneció y el calor empezó a molestarle, Peter Pan abrió los ojos completamente desorientado. Miró la tumba con indiferencia e imitó el canto de un gallo:
            —¡Quiquiriquí!
            No recordaba nada. Sólo podía pensar en una cosa: cuando llegara la noche, volvería a Londres. Wendy Darling había dicho que sí, que le gustaría vivir con él en Nunca Jamás, y cumpliría su promesa. Vaya si la cumpliría.

           
           
En el límite del desierto, el chamán trataba sin éxito de despertar a Tigridia, pero la jefa seguía ida del todo, con los ojos en blanco y ese murmullo ininteligible. Le sostuvo las manos entre las suyas una luna, dos lunas, muchas lunas, pero habría de pasar todo un año hasta que Tigridia volviera en sí del coma. Nunca sabría si el esfuerzo había resultado.

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In memoriam -Susanne